Ya
besando unas manos cristalinas,
ya
anudándome a un blanco y liso cuello,
ya
esparciendo por él aquel cabello
que
amor sacó entre el oro de sus minas,
ya
quebrando en aquellas perlas finas
palabras
dulces mil sin merecello,
ya
cogiendo de cada labio bello
purpúreas
rosas sin temor de espinas,
estaba,
oh claro sol envidioso,
cuando
tu luz, hiriéndome los ojos,
mató
mi gloria y acabó mi suerte.
Si
el cielo ya no es menos poderoso,
porque
no den los tuyos más enojos,
rayos,
como a tu hijo, te den muerte.
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