Esa
hora, fui más yo misma que nunca. Me había sacado
a
mi madre lentamente de encima, estaba acostada ahí́
respirando
por primera vez, como si
el
aire del cuarto me estuviera soplando
como
a una burbuja. Todo lo que tenía que hacer
era
salir por la línea de mi mirada y volver,
salir
y volver, en la seda de la gravedad, la
presión
del aire una caricia, oliendo en mí
la
sangre cremosa de ella. El aire
me
tocaba suavemente la piel y la lengua,
entraba
en mí y sacaba los pequeños
suspiros
que yo no sabía que eran míos.
No
tenía miedo. Estaba acostada en la quietud
y
miraba, y me dedicaba al pensamiento sin palabras,
mi
mente recibía su oxigeno
directamente,
la rica mezcla por boca.
No
odiaba a nadie. Miraba y miraba,
y
todo era interesante, yo era
libre,
todavía no enamorada, no
pertenecía
a nadie, no había bebido
leche,
todavía – nadie tenía
mi
corazón. No era muy humana. No
sabía
que existía alguien más. Estaba acostada
como
un dios, por una hora, después vinieron a buscarme,
y
me llevaron con mi madre.
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