Estando
una mañana haciendo el bobo
le
entró hambre espantosa al señor Lobo,
así
que, para echarse algo a la muela,
se
fue corriendo a casa de la Abuela.
“¿Puedo
pasar señora?”, preguntó.
La
pobre anciana, al verlo, se asustó pensando:
”¡Este
me come de un bocado!”
Y,
claro, no se había equivocado:
se
convirtió la Abuela en alimento
en
menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que
al Lobo no le fue de gran ayuda:
“Sigo
teniendo un hambre aterradora...
¡Tendré
que merendarme otra señora!”
Y
al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó
con impaciencia aquella fiera:
“¡Esperaré
sentado hasta que vuelva
Caperucita
Roja de la selva!”
–que
así llamaba al bosque aquella fiera,
aunque
entre los pinos estuviera–.
Y
porque no se viera su fiereza,
se
disfrazó de abuela con presteza,
se
dio laca en las uñas y en el pelo,
se
puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos,
sombrerito, una chaqueta
y
se sentó en espera de la nieta.
Llegó Caperucita a mediodía
y
dijo: ”¿Cómo estás abuela mía?
Por
cierto, ¡me impresionan tus orejas!”
“Para
mejor oírte, que las viejas somos
un
poco sordas”.
”¡Abuelita,
qué ojos tan grandes tienes!”.
”Claro,
hijita, son los nuevos lentes que
me
ha puesto para que pueda verte Don
Ernesto
el oculista”,
dijo
el animal
mirándola
con gesto angelical,
mientras
se le ocurría que la chica
iba
a saberle mil veces más rica
que
el rancho precedente. De repente
Caperucita
dijo:” ¡Qué imponente
abrigo
de piel llevas este invierno!”
El Lobo, estupefacto, dijo:” ¡Un cuerno!”
O
no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora
te toca hablarme de mis dientes!
¿Me
estás tomando el pelo...? Oye, mocosa,
te
comeré ahora mismo y a otra cosa”.
Pero
ella se sentó en una silla
y
se sacó un revólver de la capa,
con
calma apuntó bien a la cabeza
Y
–¡pam!– allí cayó la buena pieza.
Al
poco tiempo vi a Caperucita
cruzando
por el bosque... ¡Pobrecita!
¿Sabes
lo que lleva la infeliz?
pues
nada menos que un velís
que
a mí me pareció de piel de un lobo
que
estuvo una mañana haciendo el
bobo.
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