Yo
soy una señora: tratamiento
arduo
de conseguir, en mi caso, y más útil
para
alternar con los demás que un título
extendido
a mi nombre en cualquier academia.
Así,
pues, luzco mi trofeo y repito:
yo
soy una señora. Gorda o flaca
según
las posiciones de los astros,
los
ciclos glandulares
y
otros fenómenos que no comprendo.
Rubia,
si elijo una peluca rubia.
O
morena, según la alternativa.
(En
realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy
más o menos fea. Eso depende mucho
de
la mano que aplica el maquillaje.
Mi
apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque
no tanto como dice Weininger
que
cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo
cual, por una parte, me exime de enemigos
y,
por la otra, me da la devoción
de
algún admirador y la amistad
de
esos hombres que hablan por teléfono
y
envían largas cartas de felicitación.
Que
beben lentamente whisky sobre las rocas
y
charlan de política y de literatura.
Amigas…
hmmm… a veces, raras veces
y
en muy pequeñas dosis.
En
general, rehúyo los espejos.
Me
dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y
que hago el ridículo
cuando
pretendo coquetear con alguien.
Soy
madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que
un día se erigirá en juez inapelable
y
que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras
tanto lo amo.
Escribo.
Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo
desde una cátedra.
Colaboro
en revistas de mi especialidad
y
un día a la semana público en un periódico.
Vivo
enfrente del Bosque. Pero casi
nunca
vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso
la calle que me separa de él
y
paseo y respiro y acaricio
la
corteza rugosa de los árboles.
Sé
que es obligatorio escuchar música
pero
la eludo con frecuencia. Sé
que
es bueno ver pintura
pero
no voy jamás a las exposiciones
ni
al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero
estar aquí, como ahora, leyendo
y,
si apago la luz, pensando un rato
en
musarañas y otros menesteres.
Sufro
más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme
más de mis congéneres
que
por causas concretas.
Sería
feliz si yo supiera cómo.
Es
decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los
parlamentos, las decoraciones.
En
cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es
en mí un mecanismo descompuesto
y
no lloro en la cámara mortuoria
ni
en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro
cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el
último recibo del impuesto predial.
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