Pobre
niño. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas a la
ventana, se volvían encarnadas. Pobre niño, estaba doblado, amarillo. Vino el
hombre que curaba, detrás de sus gafas. “El mar -dijo-; el mar, el mar”. Todo
el mundo empezó a hacer maletas y a hablar del mar. Tenían una prisa muy
grande. El niño se figuró que el mar era como estar dentro de una caracola
grandísima, llena de rumores, cánticos, voces que gritaban muy lejos, con un
largo eco. Creía que el mar era alto y verde.
Pero
cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era allí! “Madre
-dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta dónde me llega el mar”.
Él,
que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza, cosquilleándole,
frío, la punta de los pies.
“¡Voy
a ver hasta dónde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué
cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a
la cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las
orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color.
¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El
mar, verdaderamente, era alto y verde.
Pero
los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a
gritos, y decían: “¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran desgracia!”.
Autor: ANA MARÍA MATUTE.
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