Porque
éramos amigos y a ratos, nos
amábamos;
quizá
para añadir otro interés
a
los muchos que ya nos obligaban
decidimos
jugar juegos de inteligencia.
Pusimos
un tablero enfrente
equitativo
en piezas, en valores,
en
posibilidad de movimientos.
Aprendimos
las reglas, les juramos respeto
y
empezó la partida.
Henos
aquí hace un siglo, sentados,
meditando
encarnizadamente
como
dar el zarpazo último que aniquile
de
modo inapelable y, para siempre, al otro.
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