Todas
las mañanas, muy temprano, tendían al Sol secretos inconfesables, soledades
compartidas y frustraciones laborales de habitación de hotel. Encontrarse en
ese escenario de antenas viejas, tejados rotos y ecos lejanos de ciudad, fue la
válvula de escape a una realidad que, ninguna de las dos mujeres, reconocía
como suya. El cesto de pinzas, el barreño de ropa recién lavada y las manos
estropeadas de hacer camas en las que nunca dormirían, eran sus herramientas de
trabajo comunes y su principal tema de conversación hasta que intimaron.
Todas las mañanas, muy temprano, se sentaban
muy juntas y fumaban el primer cigarro matutino. Era el mejor momento del día.
Cada bocanada de humo, cada palabra compartida, volvía a restablecer la
confianza que cada día perdían después de despedirse. No lograban acostumbrarse
a esos sentimientos confusos, no acertaban a describir lo que les pasaba. El
tiempo se detenía en aquella terraza y después, todo sucedía en otro tiempo que
no era el suyo sino el de los demás. Cada vez se hacían más insoportables las
horas que transcurrían entre un tiempo y otro.
Todas las mañanas, muy temprano, caminaban
con los sueños detenidos, se cambiaban de ropa, limpiaban, sudaban, volvían a
vestirse y regresaban a sus casas para repetir lo mismo pero con sus maridos.
Todas las mañanas, muy temprano, se decían
que dejarían de hacerlo, que ya no tenían edad para trabajar de esa manera, que
ya no tenían edad para dejar a sus maridos, que ya no tenían edad.
Una mañana, muy temprano. Una de ellas
tendió una hoja de papel escrito junto a una de las sábanas y se sentó a fumar
junto a su amiga. Ninguna de las dos apartó los ojos de la hoja de papel mecida
por el viento con letras inseguras que iban y venían sobre sus ojos cansados.
Antes de despedirse, la otra, descolgó la hoja de papel y guardó la pinza roja
que la sostenía en su delantal. Cuando se dijeron adiós apretaba la pinza
dentro de su bolsillo con la mano tensa. Con la otra mano, en el otro bolsillo,
apretaba la hoja de papel que su amiga había escrito para ella.
Esa noche, muy tarde, tras leer atentamente
y a escondidas de su marido la hoja de papel escrita que su amiga tendió junto
a las sábanas. Sacó de su cajón una vieja libreta de hacer cuentas, arrancó una
hoja en blanco, escribió en ella algo que le pareció mentira pero que en lo más
profundo sabía era muy de verdad, se enjugó dos lágrimas que estuvieron a punto
de mojar sus letras, suspiró varias veces, miró por la ventana otras tantas, se
observó desde fuera como si ella fuese una actriz de esas películas que tanto
le gustaban y sonrió para dentro.
A la mañana siguiente, muy temprano,
mientras su amiga tendía una sábana más, ella colgó con una pinza verde su hoja
de papel escrito con el corazón latiéndole tan fuerte que le temblaba en las
venas. Fumaron y ambas volvieron a mirar sólo el papel con su vuelo detenido
por la pinza verde.
Aquello se convirtió en una costumbre, así
que al final de la cuerda del tendedero, ahora colgaban también sus sábanas de
papel.
Todas las mañanas, muy temprano, el pequeño
tramo de hojas escritas iba creciendo. Las pinzas de colores que los sujetaban
también. Cuando ambas desaparecían de la terraza para continuar con sus
trabajos, una parte del tendedero quedaba vacía y sus bolsillos llenos, unos de
pinzas, otros de hojas de papel escrito.
Todas las mañanas, muy temprano, con sus cigarros
encendidos soñaban sentadas frente a sus sábanas de papel que harían viajes y
se hospedarían en hoteles donde les harían las camas, que ya no se ocuparían de
nadie que no fueran ellas, que vivirían en sus propios tiempos para siempre.
Todas las mañanas, muy temprano, los mismos
sueños, las mismas promesas, las mismas despedidas...
Pero una mañana, muy temprano, desde las
ventanas del hotel, y en la acera de la entrada al edificio, y a lo largo de la
calle; clientes, y empleados, y gente que pasaba por allí pudieron observar una
extraña lluvia de hojas de papel, como si alguien, desde muy alto hubiese
abierto una jaula de pájaros alocados que, en silencio, iban estrellándose
contra fachadas, toldos, sombrillas, coches y cualquier objeto o persona que
obstruyese su camino. Si mirabas hacia arriba se adivinaba entre los rayos de
sol, apareciendo y desapareciendo, dos cabezas y cuatro manos, y hojas, y más
hojas, que ahora subían y sobrevolaban los tejados de la ciudad impulsadas por
el viento como una lluvia hacia arriba de palomas mensajeras. Luego comenzaron
a llover piezas de tela, dos delantales, dos camisas, dos faldas, dos
sujetadores, cuatro calcetines, dos bragas, parecían alfombras voladoras que al
caer se sostenían en el aire un tiempo hasta quedar desparramadas sobre la
calzada.
Autor: Juana Espín.
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