Abuelo
sabía las palabras
con
las que el mundo se describe.
Todos
los días sus ojos imitaban el movimiento
del
carro de la máquina de escribir.
El
sonido.
La
presión de los dedos.
El
golpeteo de un vocabulario
que
siempre llega tarde.
Abuelo
decía que hay que leerlo todo;
los
libros,
las
sinopsis,
los
letreros,
los
ojos.
Hebras-níveas.
Los
puntos.
Las
comas,
las
pausas latentes.
Los
días en que Mahler hacía flotar
las
luminosas lágrimas de Tita
hasta
el estallido sobre la mesa
que
nos rociaba a todos.
La
biblioteca de mi abuelo
olía
a todas las palabras
de
las doce del día.
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