Amor
mío:
Soy
incapaz de expresar con palabras la impotencia que siento ante el infortunio
que estás atravesando. Por eso, intento reflejar en papel mis sentimientos,
para que cuando despiertes puedas leerme.
Desde
que no era más que un crío, sólo parecía comunicarme con los demás a través del
baile y la danza. El ritmo posee su propio lenguaje y me impulsa a crear una
constante coreografía conmigo mismo, en la que fluyo como si fuera la corriente
de un río que atraviesa recodos y no se arredra ante los obstáculos que va
encontrando a lo largo de su cauce.
Sin
embargo, al contemplarte exánime, con cables y tubos que horadan tu cuerpo en
esta sobria habitación de hospital, las fuerzas me abandonan. Mis pies y manos
se vuelven torpes y el dolor y la incomprensión me zarandean como si fuese un
títere movido por el viento.
«
¿Por qué eres tan frío conmigo?», me solías preguntar en la intimidad.
Yo
sé que hubieras preferido que te escribiera apasionadas cartas, en vez de
conversar por el móvil cuando nos separábamos y debías irte al pueblo para
estar con tu familia; o que te dijera algún que otro te quiero susurrado al
oído, cuando nos entregábamos con caricias y abrazos a fundirnos en una sola
piel y carne.
Yo
te argumentaba que el amor se manifiesta día tras día con hechos, no con
manidas fórmulas edulcoradas que carecen de sentido.
Conocerte
fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Llegaste a ella en el momento justo,
cuando me encaminaba hacia la deriva y estaba perdido, nadando entre las olas
de un mar de confusión. Contigo conocí esa calma que se respira después de la
tempestad.
Ahora
se extiende ante ti un laberíntico pasillo en penumbra y debes cruzarlo sin
ayuda, aunque yo te esté prodigando mis cuidados y los tuyos no se despeguen ni
un minuto de ti. Hasta tu padre se desvive por estar a tu lado… Así es, como lo
estás escuchando, porque sé que me escuchas y que mi monólogo y estos escritos
no caerán en el vacío.
Estoy
convencido de que saldrás de ésta, que tu vigor enmascarado de fragilidad
contribuirá a romper las cadenas con las que esta hipócrita sociedad aún nos
doblega.
«Gabriel,
cielo, céntrate…», me refería mi madre.
La
pobre está curada de espantos. Yo la acallaba con un simple abrazo cada vez que
pretendía sermonearme. He ido quemando tantas y tantas etapas de mi vida en las
que el desenfreno era el único punto en común…
Mamá
Carmela, la llamaban con cariño mis furtivos amantes cuando la veían en la
cocina guisando, o adecentando el hogar.
Ella,
que se enfrentaba a todo sola desde que tuve uso de razón, después de
agotadoras jornadas de trabajo en una fábrica de embutidos, se encerraba en su
cuarto. Encendía el televisor a todo volumen, mientras se ponía a tejer
infatigable jerseys, bufandas o guantes de lana, a pesar de que fuese verano,
para evitar pensar en el descerebrado de su hijo, que no hacía más que meterse
en líos.
Ella,
que se refugiaba en su particular universo de soledad con la intención de aislarse
de los extraños y obscenos ruidos que se colaban procedentes del dormitorio
contiguo…
Por
eso, cuando te la presenté y tú le hablaste tan educado, con aquella dulzura y
respeto, pensó que por fin yo había comenzado a sentar cabeza.
«Gabriel,
yo te respeto aunque me cueste tanto comprenderte. Por eso te ruego que no
hagas sufrir a este chico…».
Yo
acababa de ser contratado como bailarín en la compañía del musical más aclamado
del momento. Un sueño que había acariciado durante bastante tiempo y que ya pensaba
que no se haría realidad. Mi primer empleo en mayúsculas que lucho por
conservar, que reemplazaba a eventuales trabajos en locales de dudosa
reputación.
Muchas
veces me preguntaste cual fue el verdadero motivo por el que me sentí atraído
hacia ti, si somos la noche y el día, nunca mejor dicho. No sabía qué
responderte…
Jamás
has conocido un gimnasio, con la finalidad de esculpir a base de entrenamiento
la blandura de tu abdomen. Tampoco te han sorprendido las primeras luces del
alba en una discoteca, ni has tenido relaciones amorosas pasajeras (no hizo
falta que me confesaras que yo era el único hombre en tu vida). Si hasta
temblaste la primera vez que mis labios exploraron los tuyos…
Entonces,
¿por qué sacudiste los cimientos de mi ser? No fue por tu físico, pues no eres
en absoluto mi prototipo (perdona que te lo diga con franqueza); ni tampoco por
tu rostro, que conserva impreso la ingenuidad de la niñez. Lo que me atrajo de
ti fue tu madurez, Mario, y esa sensibilidad que siempre me has demostrado, que
era capaz de frenar la impulsividad de mi conducta. Se me rompía el alma cuando
acudías a mí desvalido, buscando el calor de mis caricias, cuando la
incomprensión de los demás te hería.
No
me hubiera fijado en ti si una mañana no hubiésemos coincidido en el autobús
urbano. La víspera habías acudido a ver el musical. Me habías reconocido sin
asomo de duda entre el elenco de actores y bailarines, y eso que el maquillaje
casi ocultaba mis rasgos faciales. Yo me dirigía a uno de los ensayos y tú a la
facultad de Derecho, donde estudias el último curso de la licenciatura. El
trayecto se nos hizo breve. Ni siquiera nos intercambiamos las direcciones o
los números de teléfono. Eso sucedió unas tres semanas más tarde, cuando nos
sinceramos el uno con el otro…
Yo
te confesé que jamás había sentido algo parecido al amor con ninguno de los
hombres con los que llegué a acostarme. Lo hacía por dinero. Albergaba el
oscuro temor de quedar atrapado en una espiral de drogas y sexo desenfrenado.
Tú
me escuchaste sin escandalizarte ni ensombrecer el semblante. Me hablaste de tu
madre, Teresa, empleada de una fábrica textil, y de tu padre, Antonio,
constructor. Me comentaste que ambos notaban los efectos de la crisis. Tu madre
pensaba que la plantilla se reduciría en la próxima reunión directiva, puesto
que se había incorporado nueva maquinaria, y tu padre veía tambalearse su
futuro laboral por la escasez de nuevas obras. Él quiso desde que fuiste
pequeño que estudiaras una carrera y que su apellido se perpetuara con la
descendencia que tuvieses. Por eso irradió de felicidad cuando decidiste
adquirir una formación universitaria y matricularte en Derecho. Tus hermanas,
Anabel y Ángela, apenas finalizaron el instituto encontraron trabajo como
limpiadoras en colegios y se casaron muy jóvenes.
No
obstante, detrás de esa idílica fachada de familia convencional, los miedos te
consumían. A tu madre y hermanas les costó asumir tu homosexualidad, aunque no
les sorprendió cuando les hablaste de mí. En cambio, tu padre no quiso
aceptarlo. Anabel y Ángela son bastante mayores que tú, doce y once años, si
mal no recuerdo, de ahí que tu padre se volcara con su benjamín, el varón de la
casa. Para él fue una ofensa tu orientación sexual. Una burla a sus principios.
«Me
avergüenzo de Mario», le decía airado, «no quiero que esté en casa».
Y
Teresa lloraba, tratando de apaciguarlo:
«Es
su último año de carrera, Antonio. Él tiene que hacer su vida y procurar
alcanzar su felicidad…».
Escuchabas
los insultos de tu padre y los intentos de tu madre por hacerle entrar en
razón. En más de una ocasión, a solas, ella te pidió que le enseñaras
fotografías mías, con la intención de saber de mí.
Despierta,
Mario…
Sal
de esa nebulosa que te tiene amordazado.
Quienes
te agredieron están fichados por la policía y tu padre luchará para que el peso
de la ley recaiga sobre ellos. Él te quiere, ya lo ha demostrado con creces, te
lo puedo asegurar.
Hace
seis días que una pareja de cabezas rapadas nos sorprendieron a la salida del
cine. Era la primera vez que te atrevías a tomarme de la mano en la calle
porque te habías cansado de tantos prejuicios, de ocultarte a los ojos de los
demás como si estuvieras cometiendo un delito. Ellos surgieron de la nada, como
si hubieran estado acechando a una indefensa presa con la que poder recrearse.
Apenas pude protegerte. Una voz alertando a la policía me sacó del
ensimismamiento. Mi nariz sangraba, igual que el corte que me hicieron en la
mejilla derecha, pero no sentía nada. Conseguí reaccionar al descubrirte en la
acera, magullado, con la respiración entrecortada y la mirada perdida. Luces.
Sonido de sirenas. Unas manos que me apartaban de ti, y la ambulancia que nos
conducía al hospital más cercano. Alguien llamó a tus padres al pueblo,
sacándoles de la placidez del sueño. Conocí a tu familia…
Despierta,
Mario…
Cada
vez que abres los ojos en mero acto reflejo, pienso que nos observas con
detenimiento.
Tu
padre me abrazó nada más verme. Sus silencios hablaron, tanto o más que los de
tu madre y hermanas.
Te
prometo que todo será distinto cuando salgas del coma, confía en mí.
No
tengas miedo…
Sólo
debes alcanzar la luz que la inconsciencia, que ese pasillo en penumbra en el
que se ha convertido tu vida, te impide rozar.
Yo
estaré aquí, a tu lado, para enseñarte a empezar de cero, si es preciso.
Seré
tu amigo, amante, maestro…
Seré
tu voz. La voz que quisieron acallar. La voz que necesita ser oída para que las
sombras no te vuelvan a devorar.
Te
quiero, Mario, te quiero.
No
tienes ni idea de cuánto te quiero…
Siempre
tuyo,
Gabriel.
AUTOR: José Manuel Muñoz Serrano.
LIBRO: "Pieles en penumbra."
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