Dicen
los marineros, los ya viejos
lobos
de mar que en los umbrales fuman
pipas
puertorriqueñas, que entre todos
los
recuerdos tremendos de los tifones
y
el aullido de muerte de los naufragios,
nada
aterra más que aquella calma
que
durante horas se crea en el centro mismo
del
aquelarre: el ojo de la tormenta.
El
mar es un aceite, brillan siniestras
luces
que parecen de bonanza, y el atún
tranquilo
aflora para respirar. Sin embargo
aquella
es una jaula, es una trampa,
allí
la muerte está al acecho: porque más lejos,
a
cien metros o quizá menos, arrecia
el
huracán más negro. Así nos pasa,
¿verdad?
a todos muy a menudo,
arañas
entre los grumetes de las ruedas. Y le pasó
también
a Fabricio cuando conversando
con
la graciosa vivandera, supo
‒más
tarde, y con qué trágica humillación‒
que
Waterloo, la más grande aventura,
se
había desarrollado en los alrededores.
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