Igual
que el tiempo, el aire
abre
en la arena a veces surcos indescifrables.
Vibra
lejos la tarde y en un rincón oscuro
se
apaga mudo el tiempo, pero arde la memoria
y
la luz flota entonces igual que el nadador,
sin
peso y sin minutos.
Como
último profeta de un tiempo que ya ha muerto
en
la materia oscura de un corazón sin fondo,
el
nadador sublime se detiene en su salto
y
flota en el vacío, en su eterna caída.
Cae
derecho a su tumba, a las aguas que van
al
reino de los muertos,
y
abre el profundo espacio
de
la tarde sin fin, de la noche sin fondo.
Y
permanece inmóvil en el aire intermedio
de
la vida a la muerte parada de las olas,
en
el aire sin tiempo circular que transcurre
de
una tierra de nadie a una tumba sin nombre.
Es
el día sin tamaño, el paisaje sin ecos
que
flota envuelto en niebla,
contra
la espalda lenta de la tarde.
Y
cae sobre la arena
el
martillo incansable de la lluvia.
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