Ilustración autor desconocido.
El
pequeño Tom era un niño muy risueño y travieso. En exceso, según su mamá, que
reprendía cada una de sus divertidas y alocadas ocurrencias. Tom consideraba
que nadie le entendía en el mundo. Nadie, salvo «Yayuca», su abuela del alma. Y
es que Yayuca era una abuela muy especial. Decía a cada rato cosas de lo más
inverosímiles que a nadie le resultaban divertidas, excepto a Tom, que creía
comprender a su abuela y su extraño e infantil sentido del humor. ¡Qué tardes
se pasaban Yayuca y Tom, mirándose el uno al otro, hasta ver quién carcajeaba
primero! En otras ocasiones, como en las que Yayuca simulaba que no conocía a
Tom o le llamaba con otros nombres, solían jugar a policías y ladrones, y así
se divertían y pasaban las horas entre muchas historias y juegos más. Pero a
mamá parecía no gustarle ninguno de aquellos juegos. Reñía continuamente a la
abuela diciéndole que «volviera en sí», que no podía estar siempre pendiente de
ella y de todo el mundo.
Yayuca
tenía un alma como aquella que se tiene solo en la más tierna infancia. Se
encabezonaba a veces con las cosas más extrañas: colores, objetos, palabras…las
cuales gustaba a veces de repetir ininterrumpidamente en una misma
conversación. Como cuando a Tom le daba por los robots o los extraterrestres, y
al decirle mamá que se ponía pesado, hablaba entonces más deprisa y sin parar.
Un año, cerquita de Navidad, el revoltoso de Tom registró el cuarto de su madre
buscando algún regalo o sorpresa que estropear. No encontró regalos, pero sí
unas cajas muy bonitas con las que jugar. Y ni corto ni perezoso, pintó dos de
aquellas cajas con marcas de grandes ojos y bocas, y tras ponerse una en la
cabeza le entregó la otra a Yayuca:
-¡Soy-un-robot!
¡Soy-un-robot! – Repetía Tom frente a su abuela, realizando una especie de
danza robótica.
¡Cuánto
reía Yayuca observándole corretear a su alrededor! Y así transcurrió felizmente
la tarde, hasta que la mamá de Tom, casi enfurecida, arrebató la caja al
pequeño gritándole si no se daba cuenta de cómo estaba su abuela, o si es que
pretendía acabar con ella. Aquellas palabras consternaron al pequeño. Pero Tom,
que poseía una mente tremendamente inquieta, solo pudo permanecer haciéndose
preguntas apenas unos minutos, y tras ello, se puso manos a la obra. Durante
días permaneció casi completamente encerrado en su cuarto, con tijera y
lapiceros trabajando sobre el viejo parquet. Fueron necesarios algunos
materiales más, como un espumillón blanco brillante, que sisó disimuladamente
del árbol de Navidad del salón, o el algodón del baño. Pero pronto Tom salió de
su cuarto satisfecho, ansioso, y con ganas de rematar su propósito con su obra
maestra a hombros. Estaba decidido a que su abuela volviese a la normalidad
(como tanto pedía mamá, y a pesar de que a él le encantaba Yayuca tal cual
era), y tenía de plazo tan solo unos días hasta la llegada de los Reyes Magos,
justo al término de la Navidad.
Tom
había escuchado en la escuela que la Estrella de Belén era la encargada de
guiar los pasos de los Reyes. Lo cierto es que no recordaba muchos más datos
sobre aquella misteriosa estrella, pero si aquellos hombres mágicos habían
conseguido guiarse por ella, estaba convencido de que tenía que brillar como
ninguna otra en el mundo, y así se había propuesto construir la suya. Tom tiñó
durante días los algodoncillos del cuarto de baño con purpurinas de plata, y
los pegó sobre una enorme cartulina amarilla que guardaba de una antigua
manualidad. Alrededor, coronó toda su estructura con el precioso espumillón
brillante del árbol de Navidad, y se dispuso a colgarla de su ventana con el
hilo del cometa que sobrevolaba algunos veranos por el parque de las encinas
chatas. No podía fallar. Los Reyes verían los destellos de su Estrella de Belén
al izarse en la noche con el viento, vendrían a casa, y curarían a su abuela
que al parecer se encontraba rota.
Aquella
noche mágica, Tom apenas podía conciliar el sueño, pero no quiso husmear por
los pasillos como de costumbre. Quería que todo saliera como debía ser y no
quería que los Reyes se enfadasen a última hora por sus travesuras. De manera
que, a pesar de todos los extraños ruidos que percibió, no se movió de la cama.
A la mañana siguiente, cuando Tom distinguió los rayos de luz del día entre los
resquicios de la persiana, corrió al salón, y ante la sorpresa de su madre no
se abalanzó sobre los regalos, ni siquiera los miró. Tom solo acariciaba el
rostro de su abuela extrañado, mirándola sin parar. Esperaba encontrar alguna
prueba en ella de que los Reyes le habían concedido su deseo, pero no encontró
nada distinto. Entonces Yayuca, tras dirigir a su nieto la mirada más directa,
tierna y sincera que podía haber, le dijo sacudiendo un regalo entre las manos:
« ¿Jugamos a los robots?».
Tom
se sintió aquel día de Reyes el niño más feliz del mundo sobre la tierra
jugando con su Yayuca sin parar. ¡Cuánto reían! Y el pequeño quedó convencido
de que los Reyes no habían dado con su estrella. Solo con el paso de los años comprendió que
sí la habían encontrado, y guardó para siempre en su corazón el regalo de
aquellos instantes extraordinarios…
AUTOR: Almudena Orellana.
Hola! Un placer pasear por aquí! Ya te acompañamos para disfrutar de tus contenidos. Nos leemos...un abrazo. Elena. http://vivoentijyp.blogspot.com
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