Ahora
vuelves
a
la que nunca dejó de ser tu casa
—la
llamabas así, recuérdalo, voy a comer a casa, me decías—,
pero
entonces regresas
y
tu cuerpo es extraño en una cama
de
noventa, con sábanas que huelen
a
adolescencia, con la ventana triste
por
la que ves las bragas color carne
de
la vecina en el patio de luces
tan
oscuro, y hoy todo te molesta,
te
molestan los gritos de tu madre
y
el ruido de la tele, la cisterna
con
su goteo atávico,
el
gotelé amarillo y la cenefa
de
frutas y pucheros, los ronquidos
en
el insomnio negro en que te ensañas,
y
te dices me tengo que marchar.
Marchar
a dónde, rey.
Qué
hueco tan profundo
tener
que irse y no saber a dónde.
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