En
las cabinas telefónicas
hay
misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios.
Son
las últimas palabras de las dulces muchachas rubias
que
con el escote ensangrentado se refugian allí para morir.
Última
noche bajo el pálido neón, último día bajo el sol alucinante,
calles
recién regadas con magnolias, faros amarillentos de
los
coches patrulla en el amanecer.
Te
esperaré a la una y media, cuando salgas del cine
y
a esta hora está muerta en el Depósito aquélla cuyo
cuerpo
era un ramo de orquídeas.
Herida
en los tiroteos nocturnos, acorralada en las esquinas
por
los reflectores, abofeteada en los night-clubs,
Mi
verdadero y dulce amor llora en mis brazos.
Una
última claridad, la más delgada y nítida,
parece
deslizarse de los locales cerrados:
esta
luz que detiene a los transeúntes
y
les habla suavemente de su infancia.
Músicas
de otro tiempo, canción al compás de cuyas viejas
notas
conocimos una noche a Ava Gadner,
muchacha
envuelta en un impermeable claro que besamos
una
vez en el ascensor, a oscuras entre dos pisos,
y
tenía los ojos muy azules, y hablaba siempre en voz
muy
baja se llamaba Nelly.
Cierra
los ojos y escucha el canto de las sirenas en la noche
plateada
de anuncios luminosos.
La
noche tiene cálidas avenidas azules.
Sombras
abrazan sombras en piscinas y bares.
En
el oscuro cielo combatían astros
cuando
murió de amor,
y
era como si oliera muy despacio
un
perfume.
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