A
mi niña
le
ha brotado una
flor
en el pecho.
En
el izquierdo.
Tiene
por cáliz
un
beso de su
amante
-ese
que le regala
su
piel y sus noches,
su
deseo de rizos morenos
y
sus hijos paridos de abrazos-.
A
mi niña
se
le quiebran
las
lágrimas
al
verse brotada,
pero
no me lo cuenta,
no
me quiere
dañar
el alma
-pero
no sabe,
mi
niña,
que
yo soy ella
y
que, sin palabras,
adivino
lo que
se
le atraganta-.
Y
también sé
-y
esta es mi sentencia
inapelable-
que,
aunque los médicos
reciten
que es un cáncer,
lo
que le ha nacido
a
mi niña en el pecho
es
una flor y
no
crecerá,
porque
ella es un jardín
preñado
de vida y
de
futuro donde
amar.
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