Sí,
lo comprendo.
Tú
llevas una cruz sobre tu pecho,
tú
rezas con fervor todos los días,
no
esperas tu cosecha en este mundo:
hay
ángeles que siegan con sus alas
las
azules espigas de tus sueños.
Está
bien.
Pero
tu corazón ¿no está conmigo,
con
su raíz en tierra inevitable?
Necesitas
tu pan de cada día,
los
pájaros, los árboles, el agua
y
el aire que respiras.
Ven
tus ojos paisajes
(cómo
van a evitarlo si están vivos)
que
dan pena o canción a tu mirada.
No
lograrás cegarte,
ni
huir en una ladera solitaria,
ni
enmudecer el grito de los hombres.
El
amor sabe a incienso y es humano.
Mi
madre era «Ana Santa»,
un
puñado de carne consumida,
arrebujada
y sola en el silencio,
que
murió de rodillas —me contaron—
crucificada
sobre un leño de llanto,
con
mi nombre de hijo entre sus labios
pidiendo
a Dios el fin de mis cadenas.
Hoy
hay madres que rezan todavía
—miles
de corazones prosternados—
por
sus hijos heridos en las sombras.
Y
otras que lucha, golpean
las
puertas de la tierra,
exigen
a los hombres la muerte de los muros.
Escúchame,
quienquiera que tú seas,
si
es que el amor a Dios el alma te ilumina,
no
puedes de este mundo así marcharte,
emprender
la gran senda con las manos vacías,
llegar
ante las puertas de Dios, que tu fe sueña
existen
bajo el Arco del Eterno Cobijo
para
decir: Señor, Señor, no traigo nada;
dame
un puesto al amor de tu lumbre divina.
Porque
el Señor, tu Dios, contestaría:
«vete,
rompe tus pies por los bermejos hielos infinitos,
apóyate
en la vara nudosa de tus odios,
serás
un caminante, para siempre, si no hallas
la
palma del amor que no quisiste
tomar
del árbol que plantó mi sangre»
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